Ester Tulia

Colectivo y revista literaria.

Ballenas aladas
Por Andrés Duarte Carvajal

El día en que Theodore Harris hizo su descubrimiento, supo que por fin podría explicar a la junta de arqueólogos, en su lejana y natal Inglaterra, no solo el origen de los enigmáticos y fuera de lugar fósiles de ballenas encontrados en las zonas subtropicales de América, sino también el improbable origen biológico del delfín dulceacuícola, la elusiva tonina que dominaba las aguas fluviales del trópico amazónico.

Aquel día, lejano ya en la memoria de los pueblos Kawahiva, fieles guías y ayudantes de Harris en sus expediciones de 1930, 1933 y la final de 1935 —y quienes luego de los eventos de ese último año permanecieron en silencio y aislamiento hasta ser redescubiertos 53 años después—, el clima favoreció las condiciones únicas para que las emanaciones de oxígeno de la incontable diversidad de plantas de la zona reprodujeran, por un breve instante, las condiciones, ya prehistóricas, de la densidad atmosférica que le permitió a estas criaturas renunciar a su condición acuática, y moverse por fuera de esta, con la misma gracia y ligereza con que las aves surcan los cielos.

Verá usted, para entonces se contaba con muy pocas evidencias de que hace cincuenta millones de años —era geobiológica en que evolucionaron los cetáceos—, la atmósfera de la tierra fue bastante diferente a la actual, era más densa en gases y rica en oxígeno de lo que experimentamos hoy día. Hoy se sabe, gracias a los cuadernos de campo con las observaciones y notas de los experimentos de Harris —entregados por la descendencia de los últimos sobrevivientes Kawahiva en 1988—, que, hace cincuenta millones de años, el aire contenía sesenta por ciento más oxígeno y se experimentaba menor presión atmosférica. Esto, permitió el surgimiento de fauna y flora de proporciones gigantescas —con respecto a las dimensiones del presente—, como quedó demostrado con los yacimientos de carbón formados a partir de coníferas gigantescas o los fósiles de dinosaurios desenterrados por arqueólogos en otras latitudes y hasta el descubrimiento de los grandes mamíferos americanos; últimos vestigios de esas condiciones planetarias.

El conocimiento de esos datos, sumados a los hechos experimentados el día del descubrimiento, llevaron a Harris a plantearse una hipótesis única, que sabía que cambiaría el curso de la historia natural como se conocía hasta entonces. Al experimentar Harris una sensación de levedad en el peso de su propio cuerpo y una incrementada capacidad pulmonar, se apresuró a tomar muestras botánicas con el fin de medir la cantidad de oxígeno presente en el ambiente. Al comparar las inusuales y elevadas cifras de este gas en sus mediciones, se percató a continuación de que el límite entre las vastas aguas del río Arapiuns —en el delta que lo une con el río Tapajós y que finalmente alimentan ambos al cauce del Amazonas— y el aire inmediatamente por encima de estas, aparentaba desaparecer y se diluía para dar paso a condiciones jamás antes vistas ni experimentadas por los humanos modernos. Llegó a la conclusión —finalmente—, tras ver a las toninas flotar cándidamente por encima de las aguas fluviales, de que era esa la razón tras la cual grandes criaturas acuáticas pudiesen pasar de este medio al terrestre pesando muy poco —tal cual las condiciones que experimentan sumergidas—, y se les facilitara desplazarse por la troposfera, como deslizándose por el aire, apenas rebotando de puntitas, casi sin dar pisadas, flotando, usando sus aletas como grandes alas, suspendidos en la densa y, a la vez, liviana atmósfera que los envolvía y sostenía. Concluyó entonces, que fue así, gracias a este raro fenómeno, que los cetáceos alcanzaron los lugares más recónditos de las selvas prehistóricas.

No pasó mucho tiempo hasta que el expedicionario, llevado por la súbita efervescencia que le producía su descubrimiento y envuelto también en la levedad del aire circundante, empezase a flotar también. Esto lo tomó por sorpresa y se apresuró a consignar las últimas notas en su cuaderno de campo y a arrojarlo —en una jugada ágil e inteligente— a los indígenas que lo acompañaban, quienes, un momento antes, habían atado sus tobillos con las flexibles ramas de los arbustos circundantes para evitar elevarse demasiado. Desde el aire, y viendo Harris que no alcanzaba ya a asirse a ninguna vegetación cercana, dio rienda suelta a su mente analítica y entrenada para ser deductiva. Mientras miraba desde arriba a sus fieles guías de expedición hacerse cada vez más pequeños en el lejano terreno, dedujo que fue así, como hace cincuenta millones de años, surgieron las primeras ballenas; mamíferos que cambiaron sus patas por aletas y luego estas por alas que les facilitaron desplazarse grácilmente por el aire, flotar, como si estuvieran nadando. Esto explicaba los fósiles con atípicas y enormes aletas que asemejaban la forma de alas de las aves modernas, encontrados por él mismo y otros de sus colegas, en las zonas subtropicales al interior del continente y distantes de las costas marítimas, hábitat actual de los cetáceos de gran tamaño.

A medida que Harris continuaba elevándose, más clara se hacía su mente. El efecto del oxígeno incrementado y a disposición de sus pulmones, fluía por su torrente sanguíneo con el mismo ímpetu del cauce de los ríos que ahora miraba desde la distancia cenital. Su última conclusión, antes de precipitarse violentamente en medio del delta y a causa de la finalización del breve momento en que el fenómeno tuvo curso, fue que hace diez millones de años, momento geobiológico en que la atmósfera adquirió las condiciones actuales, los grandes cetáceos que flotaban libremente y poblaban todas las latitudes del planeta, quedaron, consecuencia de su repentinamente incrementado peso, varados en tierra. Esto explicaba de nuevo los fósiles en los que apenas hacía un momento había pensado y, además, la razón tras la cual los delfines, cetáceos menores, alcanzaron a dar el salto de las aguas marinas a las fluviales, pues siendo estos de compacta envergadura y menor peso, acuatizaron en los ríos americanos, a los cuales se adaptaron con facilidad, no sin intercambiar a costa de la supervivencia, el vívido color gris por uno rosáceo, consecuencia de la reducida exposición a la luz solar, filtrada esta por la abundancia de sedimentos presentes en el agua.

El último pensamiento de Theodore Harris, antes de zambullirse violentamente y sin gracia para perderse por siempre en las aguas amazónicas, fue que ahora no podría explicar a la junta de arqueólogos, en su lejana y natal Inglaterra, no solo el origen de los enigmáticos y fuera de lugar fósiles de ballenas aladas encontrados en las zonas subtropicales del interior del continente, sino también el improbable origen biológico de las elusivas toninas que dominaban las aguas fluviales en las que ahora se ahogaba.