Por Pilar Narváez Garzón
Se despertó de nuevo en la cabaña. Ya eran tres días desde que había aparecido cerca al lago. Aún no lograba entender cómo había llegado allí. El mutismo al despertar era tan fuerte como sus ganas de rasgar el pasado.
Recapitulaba las manchas de sangre en la camiseta blanca. Marcas en un brazo. Raspaduras y una correa que hubiese querido conservar. Sentir vacío, como su memoria. Las cicatrices desaparecieron.
Hizo lo mismo que los días anteriores, esta vez sin asfixia. Quizás se ahogaba antes que lo encontrara don Antonio. Era la única sensación que su mente repetía.
—¿Recordó algo?
Se despertaba antes de que la luz apareciera. Su cuerpo lo tensaba a empuñar un hacha y destrozar leños.
Escogía eso. Los otros llegaban al campo con el sol. Eran cabañas habitadas por familias ajenas. Conoció una pareja de tatarabuelos que se encargaban de un niño de doce años. Una mujer que consiguió llegar a través de la eutanasia. Se sentaban en silencio junto a los guías.
Don Antonio le dijo que, en el aliento antes del paso, había crecido en medio de cimas y monte. Al terminar de contarle al nuevo concluyó que quizás lo perseguía el paisaje.
Pasaban horas sentados allí. Él prefería cortar madera, limpiar cabañas. No se detenía, no posaba hacia los destellos claros. Le repetían que debía escuchar.
—¿Escuchar? ¡Eso queda adentro!
—Después de la luz.
—Tengo llantos atravesados, siete voces que lagrimean. ¿Maté a alguien?
—¿Recordó algo?
—No. Pero usted sabe, don Antonio, usted sabe qué pasó —dijo mientras bajaba la mirada y se alejaba.
Debía sentarse con las piernas cruzadas, espalda recta, manos abiertas, junto a los guías. Escogió al inicio los hachazos, el cepillo contra los pisos. El azadón en la tierra. Otro ruido que amortiguara las voces. Caminaba. Corría. Regresaba a su cabaña.
Cuando las hojas de los árboles se movían al ritmo de un cambio de colores grises y naranjas, se detenía. Sentía una voz que le susurraba un canto con las ramas y el viento, miraba hacia el lago. Giraba. Nadie. Nada. Volvía a los caminos de cincuenta centímetros de ancho que conducían a las cabañas. Algunas noches oraba de rodillas, hundía la nariz en la tierra, levantaba su dorso. Las voces regresaban.
Don Antonio en medio de las ramas lo veía acercarse, volvía la pregunta.
—¿Recordó algo?









