Por María Camila Castillo Benítez
Ella era grande, de abajo arriba y de arriba abajo. Pero delgada, muy delgada, de un lado a otro y de otro lado a uno. Poseía, a su semejanza, variadas lágrimas, grandes y delgadas. Muchos dicen que era la dueña de aquel territorio colorido. ¡Tan colorido que hacía juego con aquella dulce y delgada ella!
Con diligencia podaba cada día, desde que el primer rayo rozaba su lágrima hasta que el último lo hacía. Allí se mantenía. Podaba y podaba aquel jardín, el colorido. Este también era grande, como ella, tan grande que parecía un bosque.
Ella lo acicalaba con un alargado utensilio, tan largo como sus falanges y articulaciones. Se dice que aquella herramienta fue tallada por un hombre fuerte hace tiempo, mucho tiempo. Llevaba un filo en su delantera que le servía para cortar maderas.
Aunque podaba ella y hacía que hojas muriesen, de su aliento solo podía brotar vida y espíritu. Cientos de generaciones pasaron, pero su diligencia nunca mermaba.
Hubo días en que sus lágrimas dejaron de germinar, aunque hubo una que jamás secó ni desapareció. Al ver su aterradora fortaleza, ella decidió cultivarla. Lo hizo para comprenderla. Así observó su maduración, su cosecha y su hálito. La crio hasta que sus frutos se evidenciaron dulces. Esta lágrima nadie podía podarla, solo la grande y delgada.
Un día, con la herramienta del hombre, podó el tallo de su lágrima, pues su cosecha se había tornado amarga. Fue así como sintió su rostro y cuerpo llenos de sangre. Grandes gotas. ¡De repente empezaron a correr rojas aguas de aquellos frutos!
Todo el jardín que por siglos había cuidado, ahora se ahogaba bajo la espumosa. Incluso la tierra se sumó a la muerte. El cuerpo de la delgada ella quedó inconsciente y la fuerza del rojo la arrastró por largas distancias e incontables tiempos.
Un día despertó. Despertó sin habla. Despertó sin su antes conocido cuerpo. Despertó sin sus hábiles manos. Despertó, toda ella, rosada.









